miércoles, septiembre 13, 2006

El cerco de la luna

Tenía los dedos rojos y pringosos por la sangre. A su lado el cuerpo de Estrella yacía como una marioneta con las cuerdas cortadas. Todo el suelo estaba cubierto por una mezcla de vómito y sangre y el sofá empapado también. El televisor hablaba de la depresión del 29 y en la calle se escuchaba a los chavales preparándose para ir de bares.

Emilio no sabía muy bien cómo desembarazarse de aquel caos. Era espantoso el olor a la sangre secándose mezclado con el de los jugos de su estómago. El esfuerzo había sido tal que su propio cuerpo había reaccionado así, era extraño, no se trataba de un hombre especialmente fuerte, pero desde luego no era un enclenque.

Necesitaba refrescarse. Aquella habitación era asfixiante. Se levantó de la silla y se acercó a lavarse la cara. Tenía los ojos llorosos y las venas de toda la cara y parte del cuello saltadas. Eso, junto a la ropa ensangrentada, no le daba demasiado buen aspecto. Decidió darse una ducha fría y coger algo de ropa del armario. La noche era tibia, le ayudó a despejarse el aire medio fresco sobre la piel aún húmeda.

Había pasado algo más de media hora apoyado en el alfeizar de la ventana del dormitorio. Ya no hablaban de la crisis del 29, ahora los deportes ocupaban el espacio televisivo, eso le enfureció. Quitó el televisor de un golpe en el mando a distancia y recogió el cuchillo que estaba tirado junto al sofá, bajo los pies de Estrella. Él apenas la conocía, era su vecina desde hacía menos de un año. Casi no habían hablado, parecía una chica tímida, hasta aquella tarde.

Encendió la luz de la lámpara, apenas se veía ya en la habitación. Su piso era mucho más luminoso que aquél. La oscuridad ponía muy nervioso a Emilio, no soportaba que las cosas no se distinguieran con suficiente detalle. Odiaba los contornos. En casa siempre dejaba la luz del salón encendida al acostarse, por si tenía que salir al baño o a la cocina. Además nunca echaba las persianas o las cortinas, para que la luz de las farolas pudiera entrar fácilmente.

Miró el reloj en el equipo de música: las 22:37, empezaba a tener hambre, no comía nada desde el desayuno y además había vomitado lo poco que le quedaba en el estómago. Antes, a eso de las tres, estaba preparando el almuerzo cuando esa descarada se acercó a molestarle. Puso la excusa de necesitar un litro de leche, pero: ¿quién necesita leche para el almuerzo? Él sabía muy bien lo que ella venía buscando. Por eso le dejó las cosas bien claritas cuando fue a su piso con la excusa de llevarle el brick.

Decidió salir. Ya no aguantaba más ese olor ni el calor de las ventanas cerradas en el salón. Además sabía que el marido de Estrella llegaba del trabajo a eso de las 23:45, no tenía ganas de tener que explicarle lo que su mujercita había pretendido, ya había sido suficientemente duro para él tener que darle su merecido como para encima tener que aguantar las disculpas del muchacho, como si él tuviera la culpa de la actitud desairada de su esposa, bastante tenía con aguantarla.

Antes de salir se acercó a la cocina para beber un poco de refresco. Sobre la encimera un brick de leche casi vacío y un paquete de puré de patatas. ¿Qué tipo de mujer prepara esas comidas precocinadas? El marido se había librado de una buena. Ella desde luego no daba aspecto de ser de esa clase. Cuidaba bien las apariencias, ¡la muy zorra!

Bajó las escaleras y pulsó el interruptor que abría la cancela del portal. Nada más salir el aire le hizo despejarse un poco. La noche era bastante agradable, había gente por la calle y hacía cierto fresco, cosa que se agradecía después de las noches de insoportable calor que habían estado pasando en el último mes. Decidió acercarse al parquecito de los columpios que estaba sólo un par de calles más allá. Se sentó en uno de los bancos de hierro y respiró hondo. Allí se estaba muy tranquilo, a salvo del bullicio de la gente y del olor a hierro y vómito. Apenas se oía nada.

Emilio levantó la cabeza y miró a la enorme luna que se veía justo sobre el edificio de enfrente. Estaba completamente llena y con un cerco entre amarillento y morado. A Emilio le encantaba la luna llena, todo estaba mucho más iluminado y menos confuso en esas noches.
Se quedó mirándola unos minutos y sonrió. No entendía por qué la gente decía que los locos estaban más locos en aquellos días. Luego se levantó, encendió un cigarrillo y entró a comer algo en la tasca de la esquina.

-- por erizo.

5 comentarios:

Caronte dijo...

el mejor relato que se ha publicado aquí con diferencia. Enhorabuena a su autora

marcos dijo...
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Caronte dijo...
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marcos dijo...
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Caronte dijo...
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